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La crítica: Apocalipsis Franquista

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APOCALIPSIS FRANQUISTA

Último deseo (León Klimovsky, 1976)

José Luis López Sangüesa

Hoy en la sección de Rarezas recuperadas, desenterramos un film subterráneo y maldito que nos despierta reflexiones varias sobre la actual situación apocalíptica y medieval.

Ahora que nos hallamos inmersos en una coyuntura de peste y danza de la muerte medieval, bueno es recordar que existió en nuestro país toda una corriente fílmica sobre el Apocalipsis. O, como se decía, en el Siglo de Oro, las postrimerías. La visión escatológica (en el sentido de visión de la muerte o del final), el Armagedón como terror colectivo de las sociedades humanas, se halla omnipresente en el cine. Pero, curiosamente, se hizo mucho más ubicuo si cabe en las décadas de los 70 y 80.

Las razones de tal obsesión apocalíptica son muy diversas a las que nos atormentan en la actualidad. A la sazón, la crisis inflacionaria de 1973, el clamor revolucionario y la revuelta estudiantil que se extendían por los diversos países del mundo, el pánico nuclear de la carrera armamentística bipolar EEUU-URSS, o, en España, la decadencia del régimen franquista, impregnaban el aire mismo (el fondo del aire es rojo, como rezaba el título de una película de Chris Marker de 1977) de un intenso aroma de final. La sensación ineludible de que una era histórica llegaba a su término.

El cine apocalíptico español fue, de alguna extraña manera, toda una corriente conceptual que -con los remotos e insólitos precedentes de La hora incógnita (1964), de Mariano Ozores, y de Fata Morgana (1965), de Vicente Aranda- dio a nuestra cinematografía un tan granado como estrambótico florilegio de títulos, desde El refugio del miedo (1974) de José Ulloa, y este Último deseo, de Klimovsky, pasando por un film maldito e ínsula en la filmografía de su chocarrero artífice: la misantrópica Espectro (Más allá del fin del mundo) (Manuel Esteba, 1978), hasta desembocar en la fantasía postapocalíptico-adánica Animales racionales (Eligio Herrero, 1983). Como puede observarse, el momento clave, el hito fundamental de esta corriente es el comprendido entre el declive del franquismo y la Transición política (1976-1982), que, en el ámbito cinematográfico, realmente concluye en diciembre de 1983, con las nuevas políticas del cine introducidas por el Decreto Miró, ya con el PSOE en el poder.

 

El refugio del miedo
El refugio del miedo, 1974

 

En nuestros aciagos y procelosos días, mientras que la obsesión apocalíptica proviene de la incertidumbre del futuro ante el colapso pandémico de una forma de vida (la consumista y neoliberal) incapaz de afrontar tal hecatombe, y que además se verá desbordada por la ciclópea recesión económica, en los años 70 del franquismo agónico, las razones de tal fijación eran bien distintas. La inflación de dos dígitos devenía crónica, la protesta social y política alcanzaba cotas nunca antes vistas desde los años 30, y la crisis de la sociedad hacía entrever el final de un modus vivendi. Era la muerte (y metamorfosis), por un lado, del franquismo, y, por otro, del Estado Social, que en nuestro país comenzaba a ser desmantelado con los Pactos de la Moncloa de 1977. Llegaba el neoliberalismo que hoy perece.

Último deseo es un film de explotación propio de un celuloide hispano abocado (sobre todo desde la quiebra del Fondo de Protección a la Cinematografía en 1967) a la coproducción negrera y los cines de sesión continua, palacios de las pipas de barrio obrero y de la España tercermundista campesina, como también a las zonas y barrios de lenocinio (como la calle 42 neoyorquina o el Soho londinense), donde se proyectaban las versiones internacionales destapadas de nuestro cine de género. El director del film que nos ocupa, Klimovsky, culto ex dentista judío argentino autor de una monografía sobre Dreyer y prófugo peronista del golpe militar del general Aramburu, era lo que vulgar y tópicamente se denomina un artesano. Habitual del cine comercial español destinado a un público sencillo obrero y rural, trabajaba pues con los recursos habituales en el cinema popular de la época: deliberada carencia de sutileza por la abundancia de énfasis narrativos (hincapiés y subrayados mediante el zoom, que además permitía ahorrar planos al corte), guiones directos y efectistas, rodajes maratonianos a una sola toma (pues se trabajaba con un presupuesto ínfimo y una proporción exigua de negativo de rodaje), mejunje descarado de temas y películas previas en boga, proliferación de reclamos comerciales directos y sin ambages (sexo, violencia y escenas escabrosas, pregonados a bombo y platillo por la publicidad), y la presencia de algunas miniestrellas domésticas eróticas, o sencillamente muy presentes en el mercado internacional -y cuasi subterráneo y puteril- de la explotación fílmica, como es el caso de Jacinto Molina/ Paul Naschy.

 

Último deseo
Último deseo, 1976

 

Este cine popular, muy justamente revalorizado hoy, era en su origen una manufactura artesanal de inversión modesta y explotación rápida, con el añadido de que había de enfrentar o sortear con raposa astucia los mecanismos represivos, proteccionistas y censorios, de la Administración franquista. Último deseo ha sido recobrada, cómo no, por la cofradía de cinéfagos bulímicos a la que me honro en pertenecer, y puede ser visionada aquí.

El argumento del film parte de una excusa, digamos, seudopolítica, que recuerda al entonces afamado y controvertido film italiano Vicios privados, públicas virtudes, de Miklos Jancsó, no por casualidad estrenado a nivel internacional en ese mismo año de 1976, que no en España, donde no sería permitida hasta la Transición. Varios oligarcas y dignatarios de diversos países se congregan en el sótano de una mansión para celebrar una grotesca orgía sexual en que van parapetados tras máscaras de goma, y donde se pretende emular al Marqués de Sade. Pero, en el momento en que van a entregarse al deleite con las voluptuosas féminas ataviadas con vestidos vaporosos, en la superficie tiene lugar un ataque atómico, y los supervivientes quedan ciegos. Cuando recalan en un pueblo cercano a por víveres, la masa desesperada de habitantes se lanza sobre ellos para pedirles ayuda, pero la reacción violenta de uno de los miembros del oligárquico grupo desatará un tumulto masivo contra los protagonistas.

Último deseo es una película sintomática de su tiempo por varias razones, que han ido agregándole un inusitado interés histórico. La primera sería su mayor inclinación a un erotismo más explícito (si bien todavía tímido, no digamos ya para los cánones actuales), consecuencia palpable de la supresión de la censura previa de guión por el Gobierno Arias Navarro. Otra sería el hecho de que venga protagonizada por varios personajes turbios y oligárquicos, en su mayor parte altos prebostes de potencias occidentales (aunque también hay un diplomático soviético entre ellos). Klimovsky, convertido en un exiliado desengañado y nihilista, descomprometido de su pasado político, mira la realidad desde el prisma de un fatalismo y pesimismo antropológico cínico, sin concesiones a la galería ni a las grandes fuerzas ideológicas del momento. Algo, por otra parte, muy común en los cosmopolitas y desarraigados manufactureros del cine de explotación de la época.

A pesar de la referida supresión de trabas censorias por el Gobierno Arias, el cineasta rioplatense sigue asimismo la cauta práctica habitual en nuestro cinema de género, de ambientar la película en otro país, extranjero e indeterminado, por más que (como sucede en títulos de José Luis Merino -La orgía de los muertos-, Amando de Ossorio -El ataque de los muertos sin ojos- o Carlos Aured -El espanto surge de la tumba-) se aprecie con prístina claridad que los personajes están en la España rústica subdesarrollada, caciquil y recelosa del último franquismo…

Pero acaso la razón más llamativa de esa fuerte datación de la película en un tiempo y un lugar tan concretos es su desembozado pastiche de películas previas: fundamentalmente, Saló o los 120 días de Sodoma, de Pasolini (para colmo, prohibida por el régimen militar, y que en época de Suárez sería exhibida con el anagrama S por su violencia), y La noche de los muertos vivientes, de Romero. La mezcolanza de films polémicos responde al imperativo primordial del cine de explotación de entonces: producir películas de temas fuertes y sensacionalistas -shock cinema, que dicen los anglosajones-, y a ser posible con la aureola taumatúrgica de lo prohibido. Sin embargo, la orgía carnal nunca consumada en la narración es algo también muy propio y característico del momento: un cinema que revoloteaba alrededor del coito sin poder consumarlo jamás por la castración censorial. En otras palabras: la filmografía de una sociedad, la española nacionalcatólica de aquellas calendas, condenada a la frustración sexual endémica: Cuarenta años sin sexo, que rezaba el sardónico título de una película de Juan Bosch de 1979.

 

Saló o los 120 días de Sodoma
Saló o los 120 días de Sodoma

 

Pero en el film pueden apreciarse también algunos apuntes inquietantes, de los que no se sabe a ciencia cierta si debieron de ser intencionados. Por ejemplo, el personaje de Naschy, un sombrío y hosco sujeto que se dedica a sembrar la violencia y la muerte a la menor ocasión, bien podría ser una alusión a la estéril tendencia a la represión salvaje, el juicio sumarísimo y el disparo en las manifestaciones, que tanto se prodigó en el último franquismo y la sangrienta Transición política. Aunque sin etiqueta ideológica visible, Naschy es en el relato un fascista, inmisericorde con los débiles, y cultor de la violencia como panacea. En un momento altamente significativo de la narración, dispara contra una muchedumbre de pueblerinos ciegos, aterrados y privados de la vista por el holocausto nuclear. El nihilista Klimovsky muestra con desagrado tanto la violencia y el crimen de los poderosos destronados por la catástrofe, como la reacción desorientada y aterrorizada de la masa ciega, de la turbas descontroladas tan temidas por Aristóteles. Y todo ello en planos de conjunto, que siegan toda capacidad de identificación narrativa del espectador con los personajes. El cineasta hispanoargentino se distancia gélidamente de unos y otros por igual. Los únicos seres a los que el relato fílmico destinará empatía, que no compasión, son los dos enamorados (Alberto de Mendoza y María Perschy).

En la cinta de Klimovsky, el ser humano es una bestia, incluso, a veces, literalmente: caso del orondo hedonista incorporado por Ricardo Palacios, que se animaliza y se convierte en un cerdo, un ser cuadrúpedo que hoza por los rincones y es, también, fieramente maltratado por el fascista Naschy, despiadado con los seres débiles e inferiores.

Sea como fuere, más allá de la realización (deliberadamente tosca, directa y efectista, al igual que el libreto), esta película oscura ideada para aquellos desaparecidos circuitos del usar y tirar del consumo inmediato, luego pasto de los anaqueles de los videoclubs de barrio, destila hoy una amargura casi profética, que trasciende su mera condición primigenia de cine para el asombro y el espanto. La visión desesperanzada, milenarista, del mundo, el Armagedón como relato central, el nihilismo general como antesala de soluciones violentas y quizá golpistas, son algo que, desde la médula de este film, llega hasta la médula misma de la situación presente. Hoy el asombro y el espanto de esta película proceden de otras fuentes impensadas, inesperadas. Cómo en el despectivamente llamado cine-basura puede encontrarse, de pronto, una inquietante profecía sobre un mañana que es hoy. Cómo la convulsión incesante de una sociedad en constante agonía y que nunca termina de morir, puede atisbarse, con involuntaria lucidez, en esta narración brutal, desolada, donde ni el erotismo halla refugio, ni la misericordia asilo. Incluso el gusto actual por lo bizarro, estrambótico y presa del omnímodo ludibirio y cachondeíto posmoderno, recibe, como en un epílogo de nuestro tiempo, una sonora bofetada. Llega el tiempo del llanto y el crujir de dientes.

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